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Crecer con la Memoria

Dejar huellas

Dejar huellas

 Por Lourdes Rey Veitia

 

Su primera aula fue una palma y por pizarra tuvo una yagua. En pleno monte llegó con solo 19 años. Cincuenta después  Irene Cabrera está convencida  que el  magisterio  es sencillamente dejar huellas.

“Es una profesión difícil, pero de honor. Actualmente la juventud la rechaza, la  cree sin incentivos.  Yo aseguro que los tiene, te reporta momentos inmensos”, en ese instante esta  mujer, que casi  está al cumplir los  setenta años,  acaricia el cabello de uno de sus discípulos en  señal de que aprendió la lección.

Verla en el aula es como tener frente a una quinceañera. Su energía electriza, su magia no permite distracción, mezcla los conocimientos como quien tiene bien aprendido que la vida es un todo.

 En las clases de  Matemática recuerda que esa palabra lleva tilde porque es esdrújula. Cuando comienza a  enseñar las tablas del cinco habla de los  cubanos encarcelados y del valor de la dignidad. No se cómo, pero todo le fluye con la naturalidad de los expertos.

“Siempre quise ser maestra, lamentablemente mi familia no podía  costearme la carrera, éramos tan pobres que  no pensaba en tener una profesión. Con  el triunfo de la Revolución llegó mi oportunidad, a veces pienso ‘mañana presento el retiro’, pero ese día pasa algo bello en mi aula y me digo ‘por nada del mundo’.

“Me gusta enseñar, soy absolutamente feliz cuando veo que un niño aprendió a escribir,  contar, leer. Cuando logro cumplir esos objetivos soy, muy en mi interior, el ser humano más orgulloso y  altanero del planeta, ese momento es mágico, es  casi como  un milagro”.

Irene un día  se vio entre computadoras, videos y televisores, confiesa que se sentó a pensar en la cantidad de medios de enseñanza que había creado en  su vida para lograr mejorar el aprendizaje de sus alumnos “imagínate que  me llegaron a decir la maestra titiritera porque enseñaba a hacer títeres , daba los conocimientos como en un retablo de un guiñol, luego montaba las obras de teatro allá  con los campesinos, hacíamos grupos culturales, cuando vi las En Carta, Mi TV y todos los demás materiales  me dije  ‘Irene esto es lo máximo, no te puedes quedar atrás’, entonces me propuse aprender.

“La clase actual es distinta, mucho más completa, pero no hay manera de que yo  deje de concluirla  con mi tiza y mi pizarrón resumiendo los conocimientos, comprobando qué se aprendió, que  lo visto en  el televisor  se captó, hurgando en cada niño para saber dónde quedó una duda. El día que deje de ser así entonces me retiro”.

Tiene alumnos hijos de quienes fueron sus discípulos de hace tres  décadas. Para los actuales  Irene es un personaje que se mezcla entre la abuela complaciente, la madre exigente  y la autoridad  académica  que no permite deslices, pero asegura que esta manera de ser le ha dado momentos de mucha satisfacción.

“Un día llegué enferma al hospital,  tenía  migraña; casi no reaccionaba bien. Un  médico me dice, pase maestra yo la atiendo. Cuando lo miré, tenía los mismos ojitos de cuando  fue mi alumno, era uno de los más eminentes especialistas de Villa Clara. Ese hombre aun recordaba el día  en que le enseñé a escribir mamá. Experiencias similares se me repiten a cada rato y te aseguro que son suficientes para saber que he dejado huellas”,  Irene sonríe; en esa leve expresión  de su rostro va el regocijo de toda una vida dedicada a una profesión, que como ella misma dice es de honor.

 

 

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